CAPÍTULO XXIV
-¡Por Dios, señorita, no me responda que no!... ¡Si lo estoy viendo! Señorita Marcelina... ¡Válgame mi patrono San Julián! ¡Que no he de poder yo servirle de algo, prestarle ayuda o consue- lo! Soy una persona humilde, inútil; pero con la intención, señori- ta, soy grande como una montaña. ¡Quisiera, se lo digo con el co- razón, que me mandase, que me mandase!
Hacía estas protestas esgrimiendo un paño untado de tiza contra las sacras, cuyo cerco de metal limpiaba con denuedo, sin mirarlo. Alzó Nucha los ojos, y en ellos lució un rayo instantáneo, un impulso de gritar, de quejarse, de pedir auxilio... Al punto se apa- gó la llamarada, y encogiéndose de hombros levemente, la señori-
ta repitió: -No tengo nada, Julián.
En el suelo había una cesta llena de hortensias y rama verde, des- tinada al adorno de los floreros; Nucha empezó a colocarla con la destreza y delicadeza graciosa que demostraba en el desempeño de todos sus domésticos quehaceres. Julián, entre embelesado y afligido, seguía con la vista el arreglo de las azules flores en los tarros de loza, el movimiento de las manos enflaquecidas al través de las hojas ver- des. Notó que caía sobre ellas una gota de agua, gruesa, límpida, no procedente de la humedad del rocío que aún bañaba las hortensias. Y casi al tiempo mismo advirtió otra cosa, que le cuajó la sangre de ho- rror: en las muñecas de la señora de Moscoso se percibía una señal circular, amoratada, oscura... Con lucidez repentina el capellán re- trocedió dos años, escuchó de nuevo los quejidos de una mujer mal- tratada a culatazos, recordó la cocina, el hombre furioso... Comple- tamente fuera de sí dejó caer las sacras, y tomó las manos de Nucha
para convencerse de que en efecto existía la siniestra señal... Entraban a la sazón por la puerta de la capilla muchas personas: las señoritas de Molende, el juez de Cebre, el cura de Ulloa, con- ducidos por don Pedro, que los traía allí con objeto de que admi- rasen los trabajos de restauración. Nucha se volvió precipitada- mente; Julián, trastornado, contestó balbuciendo al saludo de las señoritas. Primitivo, que venía a retaguardia, clavaba en él su mira- da directa y escrutadora.
34 La tíza pulverizada se emplea para limpiar metales; sacas: 'cada una de las tres hojas, impresas o manuscritas, que en sus correspondientes tablas, cuadros
o marcos con cristales, se soll
el altar para que el sacerde
cómodamente algunas c
partes de la misa sin recu
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