Que dé un paso al frente quien no fuera un adolescente enamorado, que se atreva a negar esas horas de espera en la calle para verla, para sorprender una mirada, para hacerse el encontradizo, para rozar una mano, para robar el primer beso.
Son los pasos, o al menos lo eran en el siglo pasado, de los inicios en los placeres venusinos. Hoy no sé como es la liturgia con iPhone y níveos auriculares.
Y para muestra un romántico, dos días en un diario de enero de 1852 de un jovencísimo Gustavo Adolfo Bécquer que Dámaso Alonso transcribe en su obra Del siglo de oro a este siglo de siglas (1968).
Miércoles 25
Todavía no he desechado su imagen y recuerdo de mi memoria; muy al contrario,
estas ideas, estos pensamientos se amontonan toman cada día más
fuerza; todo el día he deseado que lleg[u]e el anochecer. Cuando se
espera, los días son siglos; las horas, años. He pasado por su casa, y aunque
la puerta de la calle seguía cerrada, sin embargo en los balcones y
ventanas las puertas de madera estaban abiertas, aunque echadas las
cortinas. Al fin da la casa muestras de estar habitada, ya se oye por dentro
algún ruido, he visto atravesar un criado y se nota algún movimiento; no
hay duda: ella debe estar ahí, la casa parece animada de una nueva vida,
aunque las cortinas que estuvieran echadas no se levantan ni dan señal de que
nadie se sienta detrás de ellas. Es cosa particular: ¿esta joven no le
agrada conocer a las otras, el bullicio, el amor, los balcones, y todas
aquellas cosas propias de la juventud? ¿o qué casa es esta en donde nadie
parece, en donde sólo de vez en cuando se ve algún criado, sin que nunca
aparezcan los señores?
Volveremos mañana.
Yo entonces me retiré afectado de
diferentes pensamientos y diciendo: si la que se asomó era ella, ya ha reparado
en mí y habrá conocido que soy el mismo del verano pasado. ¿Pero si era ella, y
lo conoció, a qué cerrar con tanta prontitud las puertas? Tal vez seria su
padre, que también se acordara del verano, y por eso cerró con tanta presteza.
En fin, volveremos mañana, levantaremos otro pliegue a la misteriosa cortina
que encubre este asunto.
Parece haber cierta incoherencia entre la impaciencia de la juventud y la capacidad para buscar o esperar largo tiempo para hacerse el encontradizo. Quizás en el fondo es el mismo impulso: el deseo de algo permite tanto correr como permanecer quieto, perseguir como acechar.
ResponderEliminarAcertada observación. El tiempo elástico de Bergson.
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