Era, según los cómputos facultativos, el séptimo día, digo mal, la séptima noche de la enfermedad del conde. Su gravedad progresiva había crecido hasta el punto de inspirar serios temores de un funesto resultado. El médico de la casa había ya apurado su ordinaria farmacopea, y temeroso de la grave responsabilidad que iba a cargar sobre su única persona, determinó repartirla con otros compañeros que, cuando no a otra cosa, viniesen a atestiguar que el enfermo se había muerto en todas las reglas del arte. Para este fin propuso una Junta para aquella noche, indicación que fue admitida con aplauso de todos los circunstantes, que admiraron la modestia del proponente, y se apresuraron a complacerle.
Designada por el más antiguo en la facultad la hora de las ocho de aquella misma noche para verificar la reunión, viéronse aparecer a la puerta de la casa, con cortos minutos de diferencia, un birlocho y un bombé, un cabriolé y un tilbury; ramificaciones todas de la antigua familia de las calesas, y representantes en sus respectivas formas del progreso de las luces, y de la marcha de este siglo correntón.
Del primero (en el orden de antigüedad) de aquellos cuatro equipajes, descendió con harta pena un vetusto y cuadrilátero doctor, hombre de peso en la facultad, y aún fuera de ella; rostro fresco y sonrosado, a despecho de los años y del estudio; barriga en prensa, y sin embargo fiera; traje simbólico y anacronímico, representante fiel de las tradiciones del siglo XVIII, bastón de caña de Indias de tres pisos, con su puño de oro macizo y refulgente; y gorro, en fin, de doble seda de Toledo, que apenas dejaba divisar las puntas del atusado y grasiento peluquín.
Seguía el del bombé; estampa grave y severa; ni muy gorda, ni muy flaca, ni muy antigua, ni muy moderna; frente de duda y de reflexión; ni muy calva ni con mucho pelo; ojo anatómico y analítico; sencillo en formas y modales como en palabras; traje cómodo y aseado, sin afectación y sin descuido; sin sortija ni bastón, ni otro signo alguno exterior de la facultad.
El cabriolé (que por cierto era alquilado), produjo un hombre chiquitillo y lenguaraz, azogado en sus movimientos e interminable en sus palabras; descuidado de su persona; con el chaleco desabotonado, la camisola entreabierta, o inclinado hacia el pescuezo el lazo del corbatín. Éste tal no llevaba guantes para lucir cinco sortijas de todas formas, y su correspondiente bastón, con el cual aguijaba al caballejo (que por supuesto no era suyo), y llegado que hubo a la casa, saltó de un brinco a la calle, y subió tres a tres los peldaños de la escalera.
El cuarto carruaje, en fin, el tílbury, lanzó de su seno un elegante y apuesto mancebo, cuyos estudiados modales, su fino guante, sus blancos puños, su bien cortada levita, el aseo y primor, en fin, de toda su persona, representaba al físico viajador, culto y sensible, el médico de las damas; su semblante juvenil, sobradamente severo para su edad, revelaba el deseo de sobreponerse a ella, afectando un si es no es de gravedad científica y de profunda reflexión que no decía bien con el complicado nudo de su corbata; si bien su mirar profundo y animado, daba luego a conocer un alma bien templada para el estudio y entusiasmada con la idea de un glorioso porvenir.
Después del reconocimiento y de las preguntas de estilo, a que contestaba como sustentante el médico de cabecera, quedaron, pues, los cinco doctores instalados en un gabinete inmediato para tratar de escogitar los medios de oponerse al vuelo de la enfermedad. Animados por este filantrópico deseo, la primera diligencia fue pasar de mano en mano petacas y tabaqueras, hasta quedar armónicamente convenidos, cuál con un purísimo cigarro de La Habana; cuál con un abundante polvo de aromático rapé.
El primer cuarto de hora se dedicó, como es natural a pasear el discurso sobre varias materias, todas muy interesantes y oportunas; tales como la rigidez del invierno, las muchas enfermedades y la aperreada vida que con tal motivo cada cual decía traer. Allí era el oír asegurar a uno que a la hora presente llevaba ya arrancadas catorce víctimas a las garras de la muerte; allí el afirmar muy seriamente otro que aquella noche había estado de parto; cuál limpiándose el sudor repetía el discurso que acababa de pronunciar en una junta; cuál otro metía prisa a los demás por tener, según decía, que contestar a cuatro consultas por el correo.
Después de compadecerse mutuamente, entraron luego a compadecerse de sus caballos y de sus míseros carruajes, amenizando el diálogo con la historia de sus compras, cambios y composturas, y el interesante presupuesto de sus gastos; y de aquí vino a rodar el discurso sobre el obligado clamor de la escasez de los tiempos, y las malas pagas de los enfermos que sanaban, y el escaso agradecimiento de los que morían. A propósito de esto, tomó la palabra el rostriseco, y habló de las elecciones, y analizó largamente los últimos partes del ejército, a que contestaron los demás con la mudanza del ministerio, y el resultado de la última interpelación.
Después de haber discurrido largamente por estos alrededores de la facultad, pensaron que sin duda sería ya tiempo de entrar de lleno en ella, y empezaron a disertar sobre la causa posible de las enfermedades, colocándola unos en el estómago, otros en la cabeza, cuál en el hígado, y cuál en el tobillo del pie.
Aquí hubo aquello de defender cada cual su sistema médico favorito, y se declaró el viejo fiel partidario de los antiguos aforismos, y del tonífico método de Juan Brown; a lo que contestó el serio con toda una exposición del sistema fisiológico, y del tratamiento antiflogístico y de la dieta de Broussais. Replicó el tercero (que era el pequeño) con una descarga cerrada de burletas y sinrazones contra todos los antiguos y futuros sistemas, diciendo que para él la medicina era una adivinanza hija de la casualidad y de la práctica; y que sólo empíricamente podía curarse, por lo cual no admitía sistema fijo, y que si tal vez se inclinaba a alguno, parecíale mejor que ningún otro el de Mr. Le-Roy, por lo heroico y resolutivo de su procedimiento. Una ligera sonrisa de desdén que se asomó a los labios del físico elegante, bastó para dar a conocer la superioridad en que se colocaba a sí mismo sobre todos sus compañeros; si al mismo tiempo no hubiera querido consignarla con la palabra, exponiendo científicamente los errores de los diversos sistemas anteriores, y la filosofía de un nuevo descubrimiento a que él como joven se hallaba naturalmente inclinado, esto es, la medicina homeopática del doctor Hannemann.
Aquí soltó el vicio una carcajada, y el chiquito lanzó varios epigramas sobre el sistema de curar las enfermedades con sus semejantes, preguntándole si como decía Talleyrand, acostumbraba cortar la pierna buena pata curar la mala, con otras sandeces que irritaron la bilis del homeopático, y descargó una furibunda filípica contra los charlatanes que, según dijo, deshonraban la noble ciencia de Esculapio; a lo cual el Brusista trató de aplicar sus emolientes, y el antiguo Galeno dar un nuevo tono a la desentonada conversación.
En esto uno de los circunstantes (que sin duda debió ser el adusto incógnito de que antes hicimos mención), tuvo la descortesía de abrir despacito la vidriera del gabinete, para advertir a aquellos señores que el pobre enfermo se agravaba por instantes, y preguntarles si habían acordado a buena cuenta alguna cosa que poder aplicarle, mientras llegaba la resolución formal de aquella cuádruple alianza. -Los doctores quedaron como embarazados a tan exótica demanda; pero en fin, salieron de ella diciendo: que hiciesen saber al enfermo que tuviese un poquito de paciencia para morirse; porque ellos a la sazón estaban formalmente ocupados en salvarle, y mientras tanto que esto hacían, formaban sinceros votos por su alivio, y sentían hacia su persona las más fuertes simpatías. Con lo cual el interpelante volvió a retirarse a comunicar al enfermo tan consoladora respuesta de aquel arcopago doctoral.
Declarando el punto suficientemente discutido, respecto al diagnóstico y el pronóstico, vinieron por fin a proponer la curación, y fiel cada cual a sus respectivos métodos, indicaron, el Browinista, un tonífico récipe de treinta y dos ingredientes entre sólidos y líquidos; pero con la condición de tenerlo todo cuarenta y ocho horas en infusión, y que se había de hacer precisamente en la botica de la calle de... y entre tanto que la muerte tuviese la bondad de aguardar. -El alumno de Broussais sostuvo que a beneficio de seis docenas de sanguijuelas y cuatro sangrías se cortaría el mal, y que para sostener las fuerzas del enfermo no había inconveniente en administrarle de vez en cuando algún sorbo de agua engomada, o un azucarillo. -El homeopático puso a discusión la aplicación de la vigesimillonésima parte de un grano de arena, disuelto en tinaja y media de agua del Rhin, con lo cual se habían visto pasmosas curaciones en el hospital de Meckelembourg-Strelitz. -El empírico, en fin, propuso que el enfermo se levantara y saliese a paseo, tomando únicamente de dos en dos horas catorce cucharadas del vomi-toni-purgai-velocífero de Le-Roy.
Dejo pensar a mis lectores la impresión que semejantes propuestas harían respectivamente en el ánimo de todos los doctores; por último, viendo que ya era pasada la hora, y que otros mil enfermos reclamaban el auxilio de su ciencia, convinieron en que, supuesto que el médico de cabecera había seguido su sistema con este parroquiano, cada uno continuase haciendo lo propio con los suyos; con que, después de acordar por la forma unos nuevos sinapismos y no sé qué purga, decidieron unánimemente, que sería bueno que el enfermo fuese preparando sus papeles, por si acaso le tocaba marchar en el próximo convoy; todo lo cual dijeron con aire sentimental a aquel señor feo de cara de que queda hablado; y después de asegurarle del profundo acierto con que el médico de la casa dirigía la curación, recibieron de manos del mayordomo sendos doblones de a ocho, y marcharon contentos a continuar sus graves ocupaciones.
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