Posiblemente sea este uno de los pasajes más impresionantes de esta novela-río que transcurre en el siglo XVII. El novio, en busca permanente de su amada la encuentra enferma en el lazareto de Milán donde se recogen los moribundos de la peste bubónica (*). Y allí se topa con esta sala de lactancia humano-animal. Leed. Huelgan comentarios.
"Ya hacía un buen rato que el joven daba vueltas, y sin fruto, por aquel
laberinto de cabañas, cuando, entre la variedad de los lamentos y la
confusión de los murmullos, empezó a distinguir una mezcla singular de
vagidos y balidos; hasta que llegó a una empalizada astillada y
destartalada, de cuyo interior venía aquel sonido extraordinario. Pegó un
ojo a una ancha rendija, entre dos tablas, y vio un recinto con cabañas
diseminadas dentro, y, tanto en ellas, como en el pequeño campo, no la
acostumbrada enfermería, sino niñitos yaciendo en colchonetas, o en
almohadones, o en sábanas extendidas, o en edredones; y nodrizas y
otras mujeres atareadas; y lo que más que nada atraía y hacía detener la
mirada, cabras mezcladas con ellas, y convertidas en sus ayudantes: un
hospital de inocentes, cual el lugar y el tiempo podían darlo. Era, digo,
cosa singular ver algunas de aquellas bestias, en pie y quietas sobre este
o aquel niño, darles de mamar; y alguna otra acudir a un vagido, como con
sentido maternal, y pararse junto al pequeño alumno, y procurar colocarse
encima de él, y balar, y agitarse, como llamando a alguien para que
acudiese en ayuda de ambos.
Aquí y allá estaban sentadas nodrizas con niños al pecho; algunas con tal
actitud de amor, como para hacer dudar al espectador si habían llegado a
aquel lugar atraídas por la paga, o por esa caridad espontánea que va en
busca de las necesidades y los dolores. Una de ellas, muy acongojada,
apartaba de su pecho exhausto a un pobrecillo sollozante, e iba buscando
tristemente el animal que pudiese sustituirla. Otra miraba con ojos
complacidos al que se había quedado dormido en su pecho, y después de
besarlo tiernamente, iba a una cabaña a depositarlo sobre un colchoncito.
Pero una tercera, abandonando su pecho al lactante ajeno, con cierto aire,
no de descuido, sino de preocupación, miraba fijamente al cielo: ¿en qué
pensaba con aquella actitud, con aquella mirada, sino en uno nacido de
sus entrañas, que, quizá, poco antes había mamado a aquel pecho, que
quizá había expirado sobre él? Otras mujeres más ancianas se ocupaban
de otras tareas.
Una acudía a los gritos de un niño hambriento, lo cogía y lo llevaba al lado
de una cabra que pacía en un montón de hierba fresca, y se lo ponía en la
ubre, riñendo al inexperto animal y acariciándolo a la vez, para que se
prestase dulcemente a su oficio. Ésta cogía a un pobrecillo, al que una
cabra muy ocupada en amamantar a otro, pisaba con una pata: aquélla
llevaba de acá para allá a uno suyo, acunándolo, tratando, ora de dormirlo
con el canto, ora de calmarlo con dulces palabras, llamándolo por un
nombre que ella misma le había puesto. Llegó en ese instante un
capuchino de barba blanquísima, llevando dos niños que chillaban, uno en
cada brazo, recién cogidos junto a sus madres muertas; y una mujer corrió
a recibirlos, y buscaba con la mirada entre el grupo y el rebaño, para
encontrar en seguida quien hiciera las veces de madre."
Capítulo XXXV. Los novios. Alejandro Manzoni.
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