SERVIO
SULPICIO Á CICERÓN
Cuando me dieron las tristes nuevas de la muerte de
tu hija Tulia, tuve de ello aquel dolor y sentimiento que un caso tan triste y
tocante a un tan caro amigo requería; y túvela por desgracia, no tuya propia,
sino común a todos tus amigos; y hame pesado en el alma no haberme hallado ahí
presente para hacer lo que debo en tu servicio, y mostrarte en presencia lo
mucho que he sentido yo su muerte. Aunque esta es una triste y miserable manera
de consuelo, pues los parientes y amigos, que son los que lo han de dar, están
no menos afligidos y no pueden tratar de ello sin derretirse en lágrimas, de
tal manera, que más necesidad tienen ellos de quien los consuele que posibilidad
para dar a otro alguna manera de consuelo; pero con todo eso he tenido por bien
de escribirte lo que al presente me ha venido al pensamiento: no porque yo no
entienda que todo esto lo entiendes y sabes tú muy bien, sino porque por
ventura tu pena y dolor no te da lugar de considerarlo. ¿Qué razón hay para que
te haya así de atormentar ese tu dolor tan entrañable? Considera por tu vida
cómo se ha tratado la fortuna con nosotros, cómo nos ha quitado la tierra, la
honra, la autoridad, todos nuestros títulos blasones, que son cosas que las
deben preciar los hombres no menos que a los hijos. Tras de tantas desventuras ¿qué
subida puede hacer el sentimiento por una que se añada? ¿o por qué un alma, que
ya está curtida en trabajos semejantes, no ha de tener ya hechos callos en
ellos y tenerlo todo en poco? ¿Cuántas veces te habrá esto a tí venido al
pensamiento, como a mí me viene, que en tan malos tiempos como estos libran
mejor los que sin desgracia pueden despedirse de esta vida? ¿O qué bien hallas
tú en la vida en estos tiempos, que a ella le pudiese atizar el deseo del
vivir? ¿qué intereses, qué esperanzas, qué consuelo de alma? ¿Para vivir casada
con algún mancebo principal? En tu mano (creo) está escoger de esta juventud de
Roma, conforme a quien tú eres, un yerno a quien seguramente puedas encomendarle
la honra de tu hija. ¿Para tener hijos y alegrarse con ellos viéndolos crecidos
en estado, gobernar la hacienda que les dejó su padre, pretender por su orden
en la República los cargos, mostrarse liberales en las cosas tocantes a sus amigos?
¿Qué cosa de todas estas hay que antes de sernos concedida no nos la hayan
quitado de las manos? Pero es triste cosa ver morir los hijos. Verdad es, pero
más triste cosa es sufrir y padecer lo que sufrimos. Quiérote decir una cosa
que a mí me ha dado gran consuelo, que por ventura será también parte para
aliviar tu dolor y sentimiento. Volviendo yo de Asia, y navegando desde Egina
hacia Megara, púseme a mirar todas aquellas tierras alrededor. A las espaldas
tenía a Egina, enfrente a Megara, a la mano derecha a Pireo y a la izquierda a
Corinto, que todos ellos en tiempos pasados habían sido pueblos muy ilustres, y
ahora destruidos y arruinados están delante de los ojos. Comencé a considerar
de esta manera entre mí mismo: ¿qué, es posible que nosotros hombrecillos flacos,
nos hayamos de airar porque alguno de nosotros se muera o le maten, siendo
nuestra, vida de suyo corta, viendo en presencia tantos cuerpos de pueblos
destruidos y asolados hasta los cimientos? Vuelve en tí, Servio, vuelve en tí y
acuérdate que has nacido mortal. Créeme, amigo Cicerón, que con esta consideración
quedé no poco consolado. Pero ponte (si te parece) a considerar esto que ahora te
diré. Cuántos varones esclarecidos han muerto en tan poco tiempo, cuán á menos
ha venido la señoría, cuán perdidas y arruinadas quedan todas las provincias; ¿pues
por la pérdida de la vida de una mujercilla has de hacer tú tanto sentimiento?
Especialmente, que ya que ahora no muriera, de aquí a pocos años, pues había
nacido mortal, había de morir. Yo te suplico, amigo Cicerón; que apartes lejos
de tu ánimo semejantes pensamientos, y consideres las cosas que está bien
considerar a una persona de tus prendas; y entiendas que ella vivió mientras le
convino el vivir; que floreció juntamente con la República; que a tí, que eras
su padre, te vió pretor, cónsul, agorero; que se vió casada con mancebos muy
ilustres; que gozó casi de todos los bienes de que podía gozar; que acabó sus días
al mismo tiempo que la República los suyos. ¿De qué tenéis, ni tú ni ella,
porque quejaros de la fortuna por caso semejante? Finalmente, acuérdate que
eres Cicerón, aquel que suele dar consejo a los otros, y decirles cómo se han
de regir. No hagas como los malos médicos, que para las enfermedades de los otros
presumen de muy sabios, y el día que ellos están enfermos no se saben curar a
sí mismos; sino que aquello mismo que tú sueles decir a los otros procures de
decírtelo a tí mismo y darle lugar en tu pensamiento. No hay pena ninguna tan
grande que el largo discurso del tiempo no la aplaque y mitigue. Pero a un hombre
tan sabio como tú, vergüenza grande te será aguardar ese remedio y no ganarle por
la mano con tu sabiduría. Y si a los muertos les queda alguna noticia de lo que
acá pasa, la misma muerta, según fue grande el amor que te tuvo y el afición
que a todos, los suyos tenía, no quiere que tú por su muerte hagas tan triste
sentimiento. Haz, pues, esta merced a la muerta; hazla a los demás que somos tus
amigos y familiares de tu casa, a quien de ese tu sentimiento nos alcanza tanta
parte; hazla a tu misma patria, para que en lo que se le ofreciere se pueda
servir de tu diligencia y prudente parecer. Y finalmente, pues habernos venido
a tanto mal que nos es forzado tener cuenta con cosas semejantes, no quieras
dar ocasión que piense ninguno que no tanto te afliges por la muerte de tu hija,
cuanto por los trabajos de la República y la victoria de los del otro bando.
Empacho tengo de escribirte más largo sobre esta materia, porque parecerá que
es desconfiar de tu prudencia. Y así, en decirte sola una razón que me queda
por decir, daré fin a mi carta. Muchas veces te habemos visto regirte muy sabiamente
en la próspera fortuna, y quedar de allí con muy gran honra y alabanza; haz ahora
en este caso que entendamos que no te falta valor para pasar también por la
adversa y casos de desgracia, y que esta carga no te parece mayor de lo que
debe parecer, porque no parezca que de todas las virtudes sola esta te faltó.
En lo que a mi obligación toca, cuando yo entendiere que tienes el ánimo más libre
de pasión, de todo lo que por acá pasa y del estado de mi provincia te daré muy
cumplidamente aviso. Ten salud.