domingo, 8 de noviembre de 2020

ACEITE DE RICINO




Yo no he sido víctima del aceite de ricino usado como purgante, pero sí mi madre, la generación nacida en 1920. Aquí os traigo un capítulo entero de Armando Palacio Valdés donde se relata magníficamente su uso y sus consecuencias, incluso las más divertidas.

X. COMETO UN ASESINATO

Todo hombre ha merecido alguna vez la horca en el curso de su vida, dice Montaigne. Yo la merecí en edad bien temprana, pues no contaba más de cuatro años de edad. Oíd cómo sucedió: En aquel tiempo existía en Avilés un monstruo llamado don Gregorio Zaldua. Este monstruo no comía los niños crudos como suelen hacer los otros monstruos; pero impedía que los niños comiesen nada ni crudo ni asado, y el resultado era igualmente funesto.

—El niño tiene la lengua sucia—decía mi madre en voz alta—. Hay que avisar a don Gregorio. Y el niño, que era yo, se echaba a temblar como el cordero a la vista del lobo. Llegaba el lobo, me miraba la lengua, me palpaba el vientre, me examinaba los párpados, y después de estas y otras odiosas maniobras, pronunciaba con la mayor indiferencia la horrible sentencia:

—Denle ustedes una onza de aceite de ricino en dos veces... Y dieta...¡sobre todo mucha dieta!

¡Oh Dios del Sinaí! ¡el aceite de ricino! Escuchando este nombre se me erizan aún los pocos cabellos blancos que me quedan en la cabeza.

—Es, que se resiste a tomarlo—decía mi madre tímidamente.

—Pues es muy sencillo hacérselo tragar. No tiene usted más que apretar la nariz con el dedo índice y el pulgar, y cuando abra la boca echárselo allá. ¡Bárbaro! Otras veces la sentencia era más suave.

—Póngale usted sobre el vientre una cataplasma de harina de linaza... y dieta... ¡sobre todo mucha dieta! Cuidado con que el niño coma absolutamente nada. En usted tengo confianza, pero hay que vigilar a Silverio porque es un padrazo incapaz de resistir el llanto del niño.

Verdad; mucha verdad. Mi padre por no verme sufrir, sería capaz de darme una rosquilla bañada de la confitería de Nepomuceno.

¡Oh las rosquillas bañadas de Nepomuceno! ¡Y las tabletas! ¡Y las crucetas! Jamás se ha visto ni se verá en el arte de la confitería una obra más perfecta, y apelo al testimonio de aquellos de mis contemporáneos que hayan tenido la felicidad de gustarlas. Cuando alguna que otra vez tropiezo en los senderos de la vida con uno de estos dichosos mortales que han sufrido indigestiones por haber ingerido en su infancia demasiadas tabletas no puedo menos de abrazarle enternecido.

¡Pero buenos estaban los tiempos para rosquillas bañadas! Mi madre era vigilante y enérgica, y no diré una tableta, pero ni un pedazo de pan de la cocina me permitiría llevar a la boca. Mi padre no osaba interponerse; las criadas la secundaban, y yo quedaba a merced de aquel monstruo de don Gregorio, sumido en la más horrible miseria. Imposible encontrarse en mayor aflicción y necesidad. Por mi pequeño corazón pasaba toda la tristeza y desolación que caben en el mundo, y no hay que dudar que caben bastantes. Y lloraba las lágrimas más amargas que el hombre puede derramar en este valle; y si no maldecía de la vida era que aun no había leído a Schopenhauer.

Recuerdo que una noche me pusieron en el vientre la consabida cataplasma de harina de linaza. Después de ponérmela apagaron la bujía, encendieron una lamparilla y se marcharon dejándome solo. Yo gritaba pidiendo pan, un mendrugo de pan siquiera: pero nadie escuchaba mis gritos. La naturaleza, los hombres, el mismo Dios parecían haberse vuelto sordos. Al cabo de un rato llegó Pepa la cocinera y me dijo que si no me callaba seguramente vendría el Trasgo a cogerme por las piernas. Yo no había tenido la desgracia hasta entonces de trabar conocimiento con el Trasgo y como no lo deseaba me callé. Pero el hambre me punzaba, ¡qué diré punzaba! me roía las entrañas. Entonces tuve una inspiración, uno de esos pensamientos felices que sólo acuden a la mente humana una vez en la vida.

Llevé mis manos a la cataplasma, la saqué de su envoltura de lienzo y me la comí. Tengo entendido que hubo en los tiempos antiguos un joven príncipe romano a quien hicieron morir de hambre, el cual se comió antes parte de las ropas de la cama. Inútil manifestar que yo no tuve en cuenta para nada este precedente, que no hubo espíritu de imitación ni de plagio. Con la mano sobre el corazón declaro que al comerme la cataplasma creí realizar una obra completamente original.

Pero este pensamiento feliz produjo consternación en mi familia. Siempre sucede lo mismo. Cuando surge un pensador original el mundo se agita presa de viva inquietud. El resultado fué que, como todos los innovadores, pagué mi inspiración con el martirio. Me aplicaron otra dosis de aceite de ricino. Mi pobre padre estaba desolado viendo al hijo de sus entrañas recorrer, sin culpa alguna, el doloroso calvario de purgas y cataplasmas. El desdichado me acariciaba, enjugaba mi sudor de agonía y me decía al oído las cosas más halagüeñas. Hizo aún más; se fué al bazar de los arcos de la plaza y me compró una preciosa escopeta. Quedé enajenado, loco de alegría. En aquel momento desaparecieron todas mis penas; me olvidé del hambre, me olvidé de las cataplasmas y hasta del sabor del aceite de ricino.

La escopeta se cargaba con unos fulminantes que hacían bastante ruido.

Mi madre dijo malhumorada:

—¡Qué ocurrencia la tuya de poner en manos del niño estas cosas!

Mi padre replicó sonriendo:

—El niño es muy juicioso y yo tengo la seguridad de que no ha de matar a

nadie.

Yo afirmé vivamente con la cabeza. ¡Oh gran hipócrita! ¡Oh pérfido y tenebroso embustero! En el momento que tomé el arma concebí el crimen; y no lo concebí vagamente sino con todos sus repugnantes detalles. Pero hice el inocente, sonreí de un modo angelical y todos confiaron en mí. No hubo jamás en el mundo confianza peor depositada. Cuando llegó la noche y mis padres, después de besarme, se retiraron y sentí roncar a la Felisa que dormía en otra cama cerca de la mía, entonces me alcé cautelosamente y a la luz de la lamparilla cargué mi arma con el mayor cuidado. La puse al alcance de la mano y me dormí tranquilamente como el más fiero y empedernido criminal. Me despertó la voz de mi madre en el gabinete contiguo, hablando con don Gregorio. Despierto sobresaltado y apenas despierto, veo asomar por la puerta la faz aborrecida del monstruo. No tuve tiempo más que para echar mano a la escopeta, ponerme en pie sobre la cama, echarme aquélla a la cara y disparar sobre el infame.

Carcajada general. Mi padre, mi madre, la Felisa, don Gregorio reían dando muestras de la más viva alegría; sobre todo éste parecía querer desternillarse.

Armando Palacio Valdés. La novela de un novelista. Colección Austral.